sábado, 16 de octubre de 2004

MARADONA POR MARTIN AMIS

Por Martin Amis, escritor inglés.
Hay una foto de Diego Armando Maradona verdaderamente aterradora. Data de 2000, el año de su primer ataque cardíaco. Su gorra de béisbol, con la visera hacia atrás, revela una mechón teñido al uso punk que parece un chorro de caca de bebe. Usa anteojos oscuros. Su camiseta sin mangas, de esas que llevan los que tocan el bombo en las manifestaciones, le permite exhibir el rostro del Che Guevara tatuado en su hombro derecho. Su boca floja se abre en una sonrisa desafiante y despectiva. Y llegamos a su panza formidable.
Maradona se retiró en 1997. En 2001, jugó en un partido televisado (reconozco que estaba un tanto gordo). Ahora, en 2004, necesita autorización de los médicos para mirar un partido por televisión. Tiene 43 años. ¿Qué ha sido de Dieguito?
En América del Sur, a veces se dice, o se pretende, que la clave del carácter de los argentinos está en su evaluación de dos goles que hizo Maradona en la Copa del Mundo de 1986. En el primero, que él mismo bautizó "la mano de Dios", Maradona, en una levitación impresionante, interceptó un tiro cruzado y metió la pelota en la red con el puño izquierdo, astutamente oculto. Pero el "milagro maldito", según Bobby Robson, fue el segundo, hecho minutos después. Maradona recogió un pase en su propia área penal, bajó la cabeza, arremetió a través de todo el equipo inglés, engañó a Shilton e introdujo el balón en el arco. Y bien, en la Argentina, prefieren el primero al segundo.
Las asociaciones de fútbol sudamericanas son instituciones marginales, relativamente empobrecidas; vienen a ser un campo de entrenamiento y reclutamiento para los clubes europeos. En 1982, como correspondía, Diego se fue a Barcelona por 8 millones de dólares. Dos años después, pasó al Napoli; para entonces, ganaba 7 millones de dólares anuales, más 3 millones de la televisión italiana y 5 millones de Hitachi. Una encuesta del International Management Group lo declaró "la persona más conocida del mundo"; el IMG le ofreció 100 millones de dólares por "derechos de imagen", pero él declinó la oferta por motivos patrióticos (IMG quería que tramitara la doble nacionalidad). En 1986, tuvo su apoteosis nacionalista: capitaneó el seleccionado argentino en la Copa del Mundo y la ganaron. Tenía 26 años.
Cuando el lector de El Diego llega al partido contra Inglaterra, la historia y el candor turbulento con que la relata Maradona ya lo han seducido por completo. Por empezar, las pasiones no fueron sólo lúdicas: "En la entrevista antes del partido, todos habíamos dicho que no se debía confundir el fútbol con la política. Pero ¡carajo si era un partido más!". Y tampoco eran sólo las Malvinas: era la revancha de un pueblo sojuzgado y empobrecido. Por eso, tras explayarse, jubiloso, acerca del segundo gol ("Quise poner toda la secuencia en tomas estáticas, bien ampliadas, sobre la cabecera de mi cama"), Maradona dice: "El otro gol también me gustó mucho. A veces pienso que casi lo disfruté más...". A esta altura, el lector no puede menos que aceptar la urbanidad satisfecha de la conclusión: "Cada uno tuvo su encanto".
En otras palabras, en el amor y en la guerra, todo es válido y placentero. Por alguna razón, así son el fútbol y las energías que exige: las del amor y la guerra.
Es un libro cargado de emoción, como una ópera, pero también excepcionalmente vívido. Las excentricidades del idiolecto de Maradona tienen por contrapeso clisés futbolísticos, llenos de palabrotas, que parecerían universales. Por otro lado, se insinúa un nivel de percepción más fuerte. En el vestuario, antes de un partido: "Sentí un silencio demasiado profundo, demasiado frío. Miré algunos rostros y los vi pálidos, como si ya estuvieran cansados". Una lesión grave: "Salí corriendo detrás de una pelota perdida y oí el ruido inconfundible del desgarro muscular, como si dentro de mi pierna se abriera un cierre relámpago". En cuanto a la emoción, Maradona llora a raudales cada dos páginas. Los poemas en prosa dedicados a su mujer y su familia son tanto más conmovedores por cuanto sabemos que los lazos afectivos no lograron mantenerlo en su órbita. Hoy está separado y apartado de sus dos hermanos.
Muchos deportistas se declaran defensores del pueblo, pero el populismo de Maradona quedó confirmado por su itinerario: los baluartes proletarios de Buenos Aires, Nápoles y, ahora, La Habana. (Dato significativo: el único club francés que cortejó fue el Marsella.) Si preguntamos por él a los porteños, siempre se muestran reflexivos, compasivos; los habaneros, que sólo han conocido al Maradona decadente, lo adorarían en forma incondicional: "Soy fanático de Maradona", dicen. Para él, Cuba es perfecta. Allí puede ser un hombre del pueblo y un hombre del presidente; allí puede codearse con ese otro gran bribón incorregible, Fidel Castro.
El gran jugador Jorge Valdano dijo algo bueno de Maradona, y lo dijo con elegancia latina: "Pobre Diego. Le repetimos por tantos años que era un dios, un astro, que olvidamos decirle lo más importante: que era un hombre". Pero todavía no hemos llegado a eso. En Italia, solían decirle: "Ti amo più che i miei figli" ("Te amo más que a mis hijos"). Suena más a blasfemia de lo que en realidad es. Con sus rabietas, su autodestructividad y su glotonería insaciable, Maradona sigue siendo Dieguito, "el pibe de oro".


El Diego, en Newell's.